miércoles, 5 de noviembre de 2014

Adiós a las armas y adiós a los bares



Dicen que caen las hojas en Otoño, y para consuelo de tontos, siempre hay uno que comenta que el recogimiento de los días cortos, el calor de las estufas de gas y las mantas con la tele como banda sonora, unen, reconfortan, incluso afianzan el amor.
Dicen que las hojas caen en Otoño y me repugnan las hojas muertas y el propio Otoño. Ahora cambiamos las chanclas por la bota y el calcetín de lana, los escotes de las chavalas por castos jerseys, y la fabulosa moda de los minishorts veraniegos por espartanos vaqueros, en el mejor de los casos…
La idea de la vuelta a la normalidad, de la necesidad de esa rutina me aterra y me pone de mal café al mismo tiempo. Sobre todo cuando la rutina se la cambian a uno, cuando los sitios de peregrinaje van cerrando y los “stapples” cada vez son los menos en nuestro mapa cotidiano.
Adiós a las armas y adiós a los bares. Adiós a los recuerdos, adiós a la infancia, adiós a las hojas vivas… adiós, incluso, a las hojas muertas.
El pasado Domingo, paseando con Gordon por Malasaña, no reconocí ni un diez por ciento de los luminosos, ni un diez por ciento de los tugurios, ni un mísero diez por ciento de los rostros. En plena calle Velarde, corazón del barrio, quedan tres de los bares de siempre, y me atrevería a decir que de los tres, sólo uno mantiene a la clientela usual. Entiéndase que la gente crece, muta, pero pasa el testigo a las generaciones siguientes, y estas a las siguientes y tal… Así que por la misma clientela, léase, el mismo estilo de gente, con gustos musicales similares, etc, etc, etc… sin chorradas.
Malasaña no existe. La conquista de Chueca es un hecho, y el infame avance de las magdalenas y las cup cakes en los bares de copas también. No quiero pedir un whisky con mi compadre Gordon una noche cualquiera en un sitio tapizado con colores pastel, con luces de bajo consumo queriendo pasar por antiguas, ensaladas de quinoa con tomatitos cherry y un hilo de suave jazz como música ambiental. No señor. No aquí. No en Malasaña.
Adoro el jazz, la quinoa no me es muy indigesta si se mezcla bien con los cherry, las bombillas de bajo consumo me parecen estupendas aunque estéticamente reprobables y el color pastel en las paredes, pues… mmm… bueno, ese no me gusta de todas, todas. Pero no señor. No aquí. No en Malasaña. La gentrificación, que es un concepto bien yankee y muy acertado, no pasa por convertir todos los barrios en un mismo barrio, no pasa por extender las redes del consumismo hipster hasta la extenuación. No señor. No aquí. No en Malasaña.
El barrio debe mejorar, por supuesto, y una pasadita por chapa y pintura general me parece lo más correcta y necesaria, pero no de esta manera.
-          Es lo que nos queda, macho. Dice Gordon.
Parafraseándome le contesto:
Adiós a las armas y adiós a los bares. Adiós a los recuerdos, adiós a la infancia, adiós a las hojas vivas… adiós, incluso, a las hojas muertas.